Gilles Deleuze (18 de enero de 1925 – 4
de noviembre de 1995)
TENDRÉ QUE ERRAR SOLO
Texto publicado en
Libération, París, 7 de noviembre de 1995.
Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos,
2005.
Demasiado que
decir, y hoy no tengo ánimo para ello. Demasiado que decir sobre lo que nos
acaba de suceder, sobre lo que me acaba de suceder a mí también, con la muerte
de Gilles Deleuze, con una muerte temida sin duda (sabíamos que estaba muy
enfermo), con esta muerte concreta, esta imagen inimaginable cuyo
acontecimiento seguirá ahondando, todavía más si es posible, el doloroso
infinito de otro acontecimiento. Deleuze el pensador es ante todo el pensador
del acontecimiento, y siempre de este acontecimiento. Lo fue del
principio al fin. Releo lo que decía del acontecimiento, ya en 1969, en uno de
sus mejores libros. Logique du sens. Primero
cita a Bousquet: «A mi gusto por la muerte, dice Bousquet, que era un fallo de
la voluntad, sustituiré un deseo de morir que sea la apoteosis de la
voluntad», y luego continúa: «De ese gusto a ese deseo, nada cambia en cierto
modo, salvo un cambio de la voluntad, una especie de salto de todo el cuerpo,
sin moverse del sitio, que troca su voluntad orgánica por una voluntad
espiritual, que desea ahora no exactamente lo que sucede, sino algo en lo
que sucede, algo por venir que está de acuerdo con lo que sucede, de acuerdo con
las leyes de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. En este
sentido es en el que el amor fati se identifica con la lucha de los hombres libres». (Habría que
citar interminablemente.)
Demasiado que
decir, sí, sobre el tiempo que con tantos otros de mi «generación» tuve la
suerte de compartir con Deleuze, sobre la suerte de pensar gracias a él,
pensando en él. Desde el principio, todos sus libros (pero sobre todo Nietzsche,
Difference et Répètition, Logique du sens) fueron para mí no sólo fuertes incitaciones a pensar, por
supuesto, sino que en cada ocasión la experiencia turbadora, tan turbadora, de
una proximidad o de una afinidad casi completa con las «tesis», si puede
decirse así, a través de las diferencias demasiado evidentes en aquello que
llamaré, a falta de palabra mejor, el «gesto», la «estrategia», la
«manera": de escribir, de hablar, de leer quizás. Por lo que respecta,
aunque esta palabra no es apropiada, a las «tesis», y concretamente a aquella
que concierne a una diferencia irreductible a la oposición dialéctica, una
diferencia «más profunda» que una contradicción (Différence et Répètition), una diferencia en la afirmación
felizmente repetida («sí, sí»), la asunción del simulacro. Deleuze sigue siendo, sin duda, a pesar de tantas diferencias, aquel de quien me he considerado
siempre más cerca de entre todos los de esta «generación», jamás he sentido la
menor «objeción» insinuarse en mí, ya fuese virtualmente, contra ninguno de sus
discursos, incluso si ha sucedido a veces que haya protestado contra tal o cual
proposición de L'Anti-Œdipe (se lo
dije un día mientras volvíamos juntos en coche de Nanterre, después de haber
asistido a la lectura de una tesis sobre Spinoza), o tal vez contra la idea de
que la filosofía consista en «crear» conceptos. Me gustaría tratar un día de
explicarme a propósito de semejante acuerdo sobre el contenido filosófico cuando ese mismo acuerdo no
excluye nunca todas esas distancias que no sabría, todavía hoy, nombrar o
situar. (Deleuze había aceptado la idea de publicar un día una larga entrevista
improvisada entre nosotros sobre este tema, pero tuvimos que esperar, que
esperar demasiado.) Únicamente sé que esas diferencias jamás dieron lugar entre
nosotros a otra cosa que amistad. Jamás una sombra, ningún gesto, que yo sepa,
ha indicado lo contrario. Esto es algo tan raro en nuestro medio que por eso
quiero hacerlo constar aquí en este momento. Esta amistad no tenía que ver
solamente con el hecho, por lo demás significativo, de que tuviésemos los
mismos enemigos. Nos veíamos poco, es cierto, sobre todo en los últimos años.
Pero todavía puedo oír el sonido de su voz un poco cascada diciéndome tantas
cosas que me gusta recordar literalmente («mi enhorabuena», me susurró con una
amable ironía un verano de 1955 en el patio de la Sorbona cuando yo estaba a
punto de conseguir una agregaduría: o bien, con la misma amabilidad del
veterano: «Es una pena que dediquéis todo ese tiempo a esta institución [el
Colegio Internacional de Filosofía], preferiría que os dedicaseis a
escribir...». Recuerdo también la memorable década «Nietzsche» en Cerisy, en
1972, y tantos y tantos otros momentos que me hacen, sin duda como a Jean
François Lyotard (que se encontraba también allí), sentirme hoy muy solo, como
un melancólico superviviente de eso que llamamos, con esa terrible y un poco
falsa palabra, una «generación». Cada muerte es única, sin duda, y por lo tanto
insólita, pero ¿podemos llamarla insólita cuando, de Barthes a Althusser, de
Foucault a Deleuze, se ceba de ese modo en la misma «generación», como en serie
–y Deleuze fue también el filósofo de la singularidad serial–, podemos llamar
insólitas todas esas muertes fuera de lo común?
Sí, todos amábamos
la filosofía, ¿quién puede negarlo? Pero es verdad, lo dijo él mismo, que Deleuze
era de todos, en esta «generación», el que practicaba la filosofía más
alegremente, más inocentemente. Me parece que no le habría gustado la palabra
que he utilizado antes, «pensador». Habría preferido «filósofo». Se reconocía a
este respecto «el más inocente (el más exento de culpabilidad por “hacer
filosofía”» (Pourparlers 1972-1990). Ésta era sin duda la condición para
dejar en la filosofía de este siglo la profunda, la incomparable huella que ha
dejado. La huella de un gran filósofo y de un gran profesor. El historiador de
la filosofía que procedió a una especie de selección para configurar su propia
genealogía (los estoicos, Lucrecio, Spinoza. Hume, Kant, Nietzsche, Bergson,
etcétera), fue también un inventor de filosofía que no se encerró jamás en ningún
coto filosófico (escribió sobre la pintura, el cine y la literatura, Bacon,
Lewis Carrol, Proust, Kafka, Melville, etcétera).
Y además quiero
decir también aquí que me gustaba y
admiraba su manera –siempre justa– de tratar con la imagen, los periódicos, la
televisión, la escena pública y las transformaciones que ha experimentado en el
curso de los últimos decenios. Economía y prudente retirada. Me sentía
solidario con lo que él hacía y decía a este respecto, por ejemplo en una
entrevista en Libération a raíz de
la publicación de Mille Plateaux (en la
línea de su panfleto de 1977). «Habría que saber», decía, «lo que está pasando
actualmente en el terreno de los libros. Vivimos desde hace algunos años un
periodo de reacción en todos los dominios. No hay ninguna razón para que no
afecte también a los libros. Estamos a punto de fabricarnos un espacio
literario, lo mismo que un espacio jurídico, un espacio económico, político,
completamente reaccionarios, prefabricados y agobiantes. Yo creo que hay ahí una
empresa sistemática que Libération tendría que haber analizado». Esto es «mucho peor que una
censura», añadía, pero «este periodo de esterilidad no durará eternamente». Tal
vez, tal vez. Como Nietzsche y como Artaud, como Blanchot, otras admiraciones
compartidas, Deleuze no perdió nunca de vista esa alianza de la necesidad con
lo aleatorio, con el caos y lo intempestivo. Cuando escribí sobre Marx hace tres años, en el peor momento, me
tranquilicé un poco al saber que él pensaba hacerlo también. Y voy a releer
esta tarde lo que él decía en 1990 a este respecto:
Felix Guattari y
yo hemos seguido siendo marxistas, de dos maneras diferentes, tal vez, pero los
dos. Porque no creemos en una filosofía política que no esté centrada en el
análisis del capitalismo y de su evolución. Lo que más nos interesa de Marx es
el análisis del capitalismo como sistema inmanente que no cesa de rechazar sus
propios límites, y que se los vuelve a encontrar siempre a una escala más
grande, porque el límite es el Capital mismo.
Continuaré o
recomenzaré a leer a Gilles Deleuze para aprender, y tendré que errar solo en
esa larga entrevista que debíamos haber hecho juntos. Mi primera pregunta,
creo, habría tratado de Artaud, de su interpretación del «cuerpo sin órganos»,
y de esa palabra, «inmanencia», a la que siempre recurrió, para hacerle decir o
para dejarle decir algo que todavía sigue secreto para nosotros. Y habría
intentado decirle por qué su pensamiento no me ha abandonado nunca desde hace
casi cuarenta años. ¿Cómo podré hacerlo ahora?
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