EL ÚLTIMO DELEUZE (Publicada en Página 12, 2015)
Hace veinte años, exactamente el 4 de noviembre de 1995,
acorralado por una insuficiencia pulmonar, el filósofo Gilles Deleuze ponía fin
a su vida, poco antes de que se terminara un siglo, o que quizás estuviera por
comenzar otro, al que Foucault había calificado de “deleuziano”. Entre los
homenajes y los dossiers que se le dedican por estos días en Francia, cabe
destacar que Editions de Minuit acaba de publicar el tercer y último volumen
póstumo de Deleuze, titánica tarea emprendida por el especialista en su obra
David Lapoujade. Después de La isla desierta y otros textos (2002) y Dos
regímenes de locos (2003) es el turno de Lettres et autres textes del que aquí
se publican algunas cartas a Félix Guattari, Pierre Klossowski y Michel
Foucault.
Foucault auguró que el siglo –algún siglo: tuvo la prudencia
de no precisar cuál– sería deleuziano. Puede que tuviera razón, pero el mercado
de conmemoraciones parisino no se la iba a hacer fácil. Si había un año capaz
de mostrar a qué se parecería el mundo con el augurio foucaultiano realizado,
ése era el 2015: el 18 de enero se cumplían 90 años del nacimiento del filósofo
y el 4 de noviembre veinte de su muerte. Hélàs, si se los recordó, ambos
aniversarios pasaron más bien inadvertidos, sepultados por el alud de
memorabilia que precipitó una efeméride rival, el centenario del nacimiento de
Roland Barthes. Nada más imbatible, a la hora de rememorar, que un número tan
redondo, y es cierto que la obra de Barthes, egotista y sensual, y el aura de
suave afabilidad que envolvía a su autor, aun con su pátina de melancolía
malhumorada, eran más proclives a despertar entusiasmos exhumatorios que un
exit trágico y decidido como el de Deleuze, que, extenuado por el calvario de
una larguísima insuficiencia pulmonar, se mató saltando al vacío desde una
ventana de su departamento de la avenue Niel. Tenía setenta y un años.
A Barthes se lo vio hasta en la sopa. Además del Album, una
maciza recopilación de inéditos, cartas y material fotográfico, explotaron las
biografías, los libros de ensayos, los tributos de discípulos en trance, las
cartas abiertas de viejos compañeros de ruta, los testimonios de amigos,
conocidos y fieles, los números especiales de revistas, las soirées de homenaje
y los coloquios internacionales. Hubo hasta lugar para una crónica novelada
porfiada en la tesis intrépida de que el accidente que le costó la vida en
1980, cuando el escritor salía de comer con el presidente Mitterrand, se debió
menos a la impericia del conductor de la camioneta que lo atropelló que a un
oscuro complot orquestado por la crème de la crème intelecto-criminal parisina.
Mientras Barthes, muerto, está mucho más acompañado que vivo, Deleuze no hace
sino profundizar su soledad. Tímido casi hasta la mudez, el aniversario de su
defenestración no agregó mucho a las migajas que ya habían hecho públicas
veinte años de posteridad. Un especial de la revista mediapart, órgano online
habitualmente perspicaz, dilapidó el legado deleuziano entre media docena de
bobalicones que, con más o menos dosis de acné e impertinencia, repetían
elegías del tipo: “Nunca lo entendí, pero siempre lo sentí conmigo”
blogs.mediapart.fr/edition/gillesdeleuzeaujourdhui). De materiales inéditos
hubo poco y nada. Era previsible: Deleuze hacía de la falta de resto una
militancia. Nunca le sobró nada. Todo lo que sabía lo sabía para enseñarlo y
escribirlo, y todo lo que escribía lo escribía para publicarlo. Filosofaba
contra el archivo: ninguna reserva, cero ahorro, nada de encajonar capitales
para el futuro. A diferencia de Barthes, cuyo centenario dio pie para reactivar
las promesas dormidas de una socialidad equívoca, a la vez amorosa, intelectual
y farandulera, Deleuze no mereció las evocaciones personales que habría
repelido. Hasta en eso –él, que se pasó los últimos años puliendo el concepto
de vida impersonal– era enemigo de guardar. Ni su vida privada le era propia;
lo poco que se sabe de ella –es la tesis implícita de Gilles Deleuze y Félix
Guattari, biografía cruzada de François Dosse– está indisociablemente trenzado
con la vida y la práctica filosóficas. Vivir, pensar, tal vez crear... pero sin
condescender jamás a la vulgaridad de una biografía. En cambio, abrirse sin
escrúpulos a todas las repercusiones, todos los derrames posibles: Deleuze y la
ciencia, Deleuze y la estética, Deleuze y el arte contemporáneo, Deleuze y la
literatura, Deleuze y la política, Deleuze y la pop philosophie... aun a riesgo
de generar efectos epigonales, miméticos o meramente publicitarios. Puede que
“devenir”, “rizoma” o “multiplicidad” brillen hoy más como membretes de
productoras de cine o tiendas de diseño que como los conceptos radiactivos que
fueron, pero en esa condición viral, capaz de infectar hasta las zonas más
refractarias a la filosofía, reside el secreto de la vitalidad de una imagen
del pensamiento que, por otro lado, no sería lo que es si no alojara también a
ese alter ego que Deleuze nunca dejó de ser: un filósofo “puro”, abocado a leer
y releer muy de cerca a otros filósofos (Bergson, Spinoza, Hume, Leibniz) para,
eventualmente, como él mismo decía, “hacerles un hijo por la espalda”: alguien
dispuesto a morir por la idea de que pervertir un pensamiento es la
continuación de comprenderlo por otros medios.
Veinte años sin Deleuze parieron una legión de fotocopistas
tediosos, pero también reconocimientos de pares ilustres y no necesariamente
sincrónicos (Alain Badiou), glosas de discípulos brillantes y también trágicos
(François Zourabichvili, otro suicida) y sobre todo la fidelidad y el escrúpulo
de David Lapoujade, un joven experto en pragmatismo anglosajón (tiene un libro
formidable sobre los hermanos James, William el filósofo y Henry el narrador)
que, mientras incubaba la que resultó una de las monografías más personales
sobre el maestro (Deleuze, les mouvements aberrants, de 2014), se cargaba a la
espalda la compilación de tres tomos póstumos de deleuziana: La isla desierta y
otros textos (2002), Dos regímenes de locos (2003) y el flamante Lettres et
autres textes, publicado hace apenas un mes por de Minuit, la editorial de
Deleuze desde El Antiedipo (1972). Lettres será el último de la serie; nada
más, se supone, aparecerá bajo la firma Gilles Deleuze, nada al menos que
cuente con la venia del comité que administra su legado, compuesto por Fanny y
Emilie Deleuze, viuda e hija del filósofo, e Irène Lindon, hija de Jerôme
Lindon, mítico fundador de Minuit. Es quizás el más excéntrico y deforme de los
tres, a tal punto devela zonas de la obra y la vida que el mismo Deleuze
prefirió siempre mantener a la sombra: un Deleuze dibujante (autor de unas
caricaturas extrañas, de un grotesco incongruente, como un Lino Palacio
revisitado por el Artaud del período Rodez); un Deleuze prehistórico, filósofo
cachorro que a mediados de los 40, mientras reseña clásicos del existencialismo
cristiano, reflexiona sobre los “sentimientos fuera de la ley” (onanismo,
pederastia, lesbianismo) y emite latigazos de misoginia baudelairiana como “la
mujer es una conciencia inútil. Una conciencia gratuita, autóctona,
indisponible. No sirve para nada. Un objeto de lujo” (estos textos “de
juventud” son los únicos de los que Deleuze renegó: si se publican ahora es
para neutralizar con una versión “oficial” las reproducciones que proliferan
por la red, a menudo llenas de errores); y un Deleuze corresponsal, tan
metódico (contestaba todas las cartas que recibía) como descuidado (solía tirar
sus respuestas a la basura), que dialogaba por escrito con colegas (Clément
Rosset, Michel Foucault, Pierre Klossowski, François Châtelet) y atendía
generosamente a doctorandos y admiradores (André Bernold, Arnaud Villani), pero
rara vez fechaba sus envíos y jamás archivaba los que recibía, fiel a ese
atolondramiento táctico con que su generación se las ingenió para borronear
toda pista biográfica. (Lapoujade comenta que Jean Pierre Bamberger, amigo
íntimo de Deleuze, no tenía idea del año en que Deleuze había defendido su
tesis, pero recordaba a la perfección el saco que vestía ese día.)
Las cartas –de las que publicamos aquí una muestra– ocupan
menos de un centenar de páginas. Dado el tabú que pesa sobre el acervo personal
deleuziano, son reveladoras como una huella digital ensangrentada. Es epistolar
el éxtasis de gratitud que Deleuze le confiesa a Foucault tras haber leído su
Theatrum Philosophicum (el ensayo de 1970 donde Foucault profiere su famoso
augurio sobre el siglo), como lo es también el reconocimiento de la enorme
deuda teórica que las tesis más fuertes de El Antiedipo tienen con ciertos
ensayos de Pierre Klossowski. De hecho, según lo prueban las catorce cartas a
Guattari que compila Lapoujade, buena parte del trabajo a cuatro manos que
insumió El Antiedipo se hizo por carta, sin tutearse, en un ping-pong
especulativo de una intensidad abrumadora, matriz del tandem filosófico más
radical que deparara el post 68, donde Deleuze se da el lujo de confesar lo
inconfesable: que no entiende, que tal o cual línea de razonamiento se le
escapan, que necesita tiempo, más tiempo, para llegar adonde lo esperan las
hipótesis radicales de Guattari. La misma modestia, en versión quizá más
perturbadora, aparece cuando Deleuze, en la correspondencia con sus discípulos,
no acepta sino a regañadientes que decidan dedicarse a su obra, y sólo después
de arrancarles la promesa de que no atarán sus carreras académicas a él, a su
nombre y su pensamiento (algo que, dada la condición polémica del trabajo de
Deleuze, podía perjudicarlos), puesto que “ya son demasiado filósofos para
ocuparse de mí”.
Demasiado personal, demasiado joven, es este Deleuze que
derrapa, agradece, se pierde o tiembla el que nos cuesta reconocer y nos
conmueve en Lettres et autres textes, tal vez porque no se ve qué solución de
continuidad podría emparentarlo con el samurai implacable, afirmativo,
virulento y alegre que nos acostumbramos a imaginar al leerlo o cuando pensamos
en su nombre. Lapoujade, con todo, no lo olvida. Aunque no exento de ironía, le
hace un poco de lugar cuando incluye en el libro, casi en su centro mismo, la
entrevista maratónica (¡cuarenta páginas!) que Raymond Bellour hace con Deleuze
y Guattari en 1972, a raíz de la salida de El Antiedipo, el único verdadero
inédito del volumen y una de las pocas entrevistas con Deleuze que se publican
a partir de la transcripción de una cinta de audio (Deleuze redactaba todos sus
reportajes).
Es el momento más cómico del libro, gran paso de comedia
rive gauche. Bellour, joven e intimidado, es toda una promesa de la french
theory. Deleuze y Guattari están en la cresta de la ola, cebados de arrogancia
y desdén, convencidos de haber conectado en una invención milagrosa –el
esquizoanálisis–, por fin, dos fuerzas que al marxismo y al psicoanálisis no
les alcanzó todo el siglo veinte para fundar y desvirtuar: la producción y el
inconsciente. “Somos los primeros en anunciar”, declara Deleuze, “algo que ya
está sucediendo, y que no tuvo que esperarnos a nosotros para suceder: que las
cosas ya no pasarán por la lectura de Freud y el psicoanálisis, pasarán por la
experimentación.”
La entrevista es áspera, increíblemente forcejeada: un
festival de pechazos donde resuenan casi sin filtro las balaceras de la época.
Bellour, tímido, pregunta si es posible teorizar el deseo sin la noción de
falta. Guattari (probablemente afectado por la tirria que le inspira Les Temps
Modernes, la revista donde [nunca] se publicará la entrevista) reacciona: “¡La
peor de las abstracciones! ¿Falta de qué? ¿De vitaminas, de oxígeno? (...) Tu
pregunta está podrida”. Bellour balbucea: El nomadismo, OK, todo bien, en el
espacio ideal de las novelas de Beckett, en Michaux, en Joyce, de acuerdo,
pero... Y Guattari, tirándosele encima: “¡Está por decir una pelotudez! Terminá
la frase, vas a decir una pelotudez, dale. Qué, que, que... ¿todo eso es
literatura?” Zumban las balas en la tarde última. Guattari, queda claro: es el
que va con los tapones de punta. Pero ¿quién es Deleuze en esa batalla campal?
Es el que se echa la culpa. “Todo el costado universitario del libro es culpa
mía”, dice. Es el que admite que no puede contestar (porque el problema sobre
el que lo interrogan es demasiado complejo). Es el que se reconoce interpelado
por la diferencia, ya sea para negarla (“No, no hay diferencias entre Félix y
yo”), ya sea para endulzarla (“Félix dice: Sean edípicos hasta el fondo; yo, en
cambio, diría: Descubran algo más puro bajo sus mugres edípicas”). En otras
palabras, Deleuze –aun en el pico de su beligerancia– es el frágil, el
delicado, el que no piensa deponer las armas pero privilegia siempre la
interlocución (aun cuando el interlocutor se confunda con un blanco), porque
sólo en la interlocución el pensamiento irrumpe como peligro. Si Guattari es el
agitador, Deleuze es algo tan anacrónico como un profesor, en el sentido más
francés (Foucault, Derrida, Badiou, el mismo Barthes, tan ninguneado por la
institución universitaria, ¿dónde pensaron todo lo que escribieron sino en el
marco institucional de la enseñanza?), más hospitalario y más explosivo de la
palabra.
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