IMPERCEPTIBLE DELEUZE
Espacio de divulgación para compartir la obra de Gilles Deleuze
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martes, mayo 24, 2022
Dr. Mabuse, el Jugador (1922) - Fritz Lang (Dr. Mabuse, der Spieler)
miércoles, mayo 11, 2022
Hitler, una película sobre Alemania (Parte 2). Dirección: Hans-Jürgen Syberberg
Hitler, una película de Alemania (Parte 1). Dirección: Hans-Jürgen Syberberg
Hitler, una película de Alemania (Parte 1). Dirección: Hans-Jürgen Syberberg
El libro de Krackauer, De Caligari a Hitler, tiene el interés de mostrar en qué forma el cine expresionista reflejaba el ascenso del autómata hitleriano en el alma alemana. Pero este punto de vista era todavía exterior, mientras que el artículo de Walter Benjamin se instalaba en el interior del cine para demostrar de qué modo el arte del movimiento automático (o, como él decía de manera ambigua, el arte de reproducción) debía coincidir con la automatización de las masas, la puesta en escena de Estado, la política convertida en «arte»: Hitler como cineasta... Y es verdad que, hasta el final, el nazismo se piensa en competencia con Hollywood. Los esponsales revolucionarios de la imagen-movimiento con un arte de las masas transformadas en sujeto quedaban rotos, dejando lugar a las masas sojuzgadas como autómata psicológico, y a su jefe como gran autómata espiritual. Es lo que lleva a Syberberg a decir: la culminación de la imagen-movimiento está en Leni Riefenstahl; y, si el cine ha de librar un juicio contra Hitler, será en el interior del cine, contra Hitler cineasta, para «vencerlo cinematográficamente, volviendo sus armas contra él». (5. Véase SERGE DANEY, La rampe, «L'Etat-Syberberg», pág. 111 (y pág.172). El análisis de Daney se funda aquí en numerosas declaraciones del propio Syberberg, éste se inspira en Benjamín, pero va más allá al lanzar el tema «Hitler como cineasta». BENJAMIN sólo señalaba que «la reproducción en masa», en el campo del arte, hallaba su objeto privilegiado en «la reproducción de las masas», grandes cortejos, mítines, manifestaciones deportivas, finalmente guerra <<L'oeuvre d'art a l'ere de sa reproductibilité technique», en Poésie et révolutíon, Denoél, II).
Es como si Syberberg experimentara la necesidad de añadir una segunda parte al libro de Krackauer, pero esta segunda parte sería un film: no ya de Caligari (o de un film de Alemania) a Hitler, sino de Hitler a Hitler, ein Film aus Deutschland, cumpliéndose el cambio en el interior del cine, contra Hitler pero también contra Hollywood, contra la violencia representada, contra la pornografía, contra el comercio... Pero, ¿a qué precio? Sólo se hallará una verdadera psícomecáníca si se la funda en «asociaciones nuevas», reconstituyendo el gran autómata mental cuyo lugar Hitler ocupó, resucitando los autómatas psicológicos a los que él sojuzgó. Habrá que renunciar a la imagen-movimiento, es decir, al vínculo que el cine había introducido desde el comienzo entre el movimiento y la imagen, para liberar otras potencias que mantenía supeditadas a él y que no habían tenido tiempo para desplegar sus efectos: la proyección, la transparencia. (6. Syberberg no parte como Benjamin de la idea de artes de reproducción, sino de la idea del cine en cuanto arte de la imagen-movimiento: «Durante mucho tiempo se partió del presupuesto que dejaba entender que hablar de cine era hablar de movimiento», imagen móvil, cámara móvil y montaje. Piensa que la culminación de este sistema es Leni Ríefenstahl, y su «maestro que se disimulaba ahí detrás». «Pero se olvidaba que en la cuna del cine había habido además otra cosa, la proyección, la transparencia»: otro tipo de imagen, que implica «movimientos lentos y controlables», capaz de llevar la contradicción al sistema del movimiento, o de Hitler-cineasta. Véase Syberberg, número especial de Cahiers du cinema, febrero de 1980, pág. 86.)
Se trata incluso de un problema más general: porque la proyección, la transparencia, no son más que medios técnicos que portan directamente consigo a la imagen-tiempo, que sustituyen la imagen-movimiento por la imagen-tiempo. El decorado se transforma, pero lo que sucede es que «el espacio aquí nace del tiempo» (Parsifal). ¿Un nuevo régimen de la imagen, tanto como del automatismo?
Fragmento de Estudios sobre cine 2 - La imagen-tiempo. Gilles Deleuze
martes, mayo 10, 2022
"Le Camion", film de Marguerite Duras (1977)
martes, abril 26, 2022
CONCIERTO A LA MEMORIA DE UN ÁNGEL (1935) - Alban Berg
viernes, abril 22, 2022
FORMACIONES DEL INCONCIENTE - FÉLIX GUATTARI
Formaciones del inconciente - Félix Guattari
Es preciso intentar volver a una perspectiva originaria, no del freudismo sino de la locura de Freud, de su genialidad, que tiene que ver más con el presidente Schreber que con el virtuosismo del psicoanálisis contemporáneo. Es preciso proponer un modelo de inconsciente que nos permita comprender mejor la articulación entre esos diferentes modos de semiotización. Un inconsciente que no sea reduccionista, como el de las concepciones familiaristas de los primeros modelos de inconsciente freudianos o como los inconscientes estructuralistas, que reducen todo a la semiotización del significante o incluso a las diferentes fórmulas del sistemismo en boga en las terapias de familia. En otra ocasión me atreví a proponer una modelización —que no voy a exponer en detalle aquí—, una cartografía general de las formaciones del inconsciente, un modelo de inconsciente, en el que esos diferentes modos de semiotización pudiesen articularse entre sí. Por ejemplo, eventualmente se podría proponer un tópico que en lugar de funcionar según un sistema que se reduce siempre a una economía binaria de la producción subjetiva, tuviera nueve tipos de entrada, relacionando:
1. Una concepción del primer modelo pulsional freudiano: las nociones de una energética pulsional antes de haber sido vaciadas de las problemáticas del cuerpo y de las energías no verbales.
2. Una modelización de tipo icónico. Pienso que existe una especificidad de los componentes icónicos, a pesar de aquello que Barthes o los semióticos dicen y que los lleva siempre a una concepción que me espanta: que la economía de las semióticas icónicas estaría bajo la dependencia de las semióticas del lenguaje, puesto que el lenguaje puede interpretarlas. Ese razonamiento me parece un sofisma total. Es obvio que en la etología animal por ejemplo, no hay economía del lenguaje, no hay discursividad lingüística y, no obstante, se constata la presencia de semióticas icónicas perfectamente elaboradas, con un funcionamiento propio, sin implicar en ningún sentido la discursividad del significante. Es este mismo raciocinio el que informa la operación de evacuación del imaginario en Lacan, imaginario que es preservado en Freud con su distinción entre la representación de palabra y la representación de objeto.
3. Un componente del orden de aquello que Pierre Janet había llamado «automatismos de repetición».
4. Una percepción del inconsciente como la de Sartre en sus tentativas de elaboración de un psicoanálisis existencial. Es el inconsciente de La náusea. Sartre habla todo el tiempo de él, afirmando intrínsecamente que nada se puede decir con precisión. Se puede considerar que, en esa dimensión, existiría una pura memoria de ser no discursiva: la discursividad ahí se vuelve sobre sí misma. De la misma naturaleza que esa percepción serían las metáforas de Freud retomadas por Lacan, sobre el «fort-da», el principio de pura repetición, al igual que el «mundo de lo innominable» de Blanchot y de los arrière-pays de Bonnefois.
5. Una concepción del inconsciente mucho más estructuralista, que acentúa el significante.
6. Producciones del inconsciente que dependen de formaciones más colectivas, como es el caso del concepto de «imago» en Jung o los componentes del inconsciente de la naturaleza de una inscripción sistémica heredados de Bertalanfy y que se están dilucidando actualmente en el campo de las terapias de familia.
7. Una modelización del inconsciente de la naturaleza de aquello que yo llamaría semióticas anagógicas, según la concepción de Sylberer. En muchos aspectos esa concepción corresponde al inconsciente de Jung. Se trata de un modelo que debería restituir su especificidad a las producciones semióticas de las sociedades arcaicas y a las concepciones mitológicas de las producciones subjetivas. Allí hay toda una economía de las almas, de los espíritus, una aprehensión por afecto que no pasa por el discurso a nivel significante y genera un conocimiento del universo anterior a cualquier proceso discursivo. Tomemos el ejemplo de la música. En cierta época de la historia de la música coinciden las semánticas de la música oral, las semánticas de la escritura de todo tipo y la conjunción de los dos universos: un complejo maquínico que asocia una máquina de escribir a máquinas de música oral, instrumental y melódica. Incluso antes de que cualquier producción musical sea creada, se delinea una potencialidad de universos polifónicos, armónicos, etc. Aun antes de que dos notas hayan sido articuladas, tal universo es aprehendido justamente en ese carácter de afecto, ese carácter de perturbación que puede conducir a la locura, la inspiración o simplemente al descubrimiento. En otras palabras, surge un universo previo a la discursividad.
8. Un componente que Deleuze y yo llamamos «inconsciente capitalístico» y que podríamos atribuir, por ejemplo, a la Metro Goldwyn Mayer o a la Sony. Corresponde a la subjetividad producida por los medios de comunicación de masas y por los equipamientos colectivos de un modo general, o sea, a la producción de subjetividad capitalística.
9. Por último, provisoriamente, aquello que Deleuze y yo llamamos «inconsciente maquínico», que plantea la problemática de la articulación de esos otros componentes ya no como un proceso de clausura, de control de las formaciones del inconsciente. Por el contrario, sería un medio de lectura del inconsciente —cuando su producción es posible. Es decir, el inconsciente maquínico correspondería con el agenciamiento de las producciones de deseo y al mismo tiempo con una manera de cartografiarlas. El inconsciente maquínico tiende a producir singularidades subjetivas. Eso significa que las formaciones del inconsciente no provienen de un déjà-là, sino que son construidas, producidas, inventadas en procesos de singularización. Esos procesos, por el hecho de encontrarse en ruptura con las significaciones dominantes, acarrean problemáticas micropolíticas: una forma de intentar cambiar el mundo y las coordenadas dominantes.
El hecho de haber dado nombre propio a esos nueve componentes da un toque de humor, pero tal vez no sea tan absurdo. Cada una de esas personas, de esas grandes fantasías, encarnan personajes ligados a la especificidad de algo. El error fue haber construido un sistema reduccionista, probablemente para impedir la coexistencia de esas diferentes dimensiones y seguramente de muchas otras que no forman parte del esquema. En cualquier caso, ese esquema no es más que un procedimiento de trabajo y de reflexión. Sirve como sistema de apoyo, como sistema de cuestionamiento para saber con qué estamos lidiando. Tomemos el ejemplo de un síndrome obsesivo. Muy probablemente, se trata de algo que participa de dos, tres, cuatro o nueve de esas dimensiones, y no sólo del conflicto, que actúa en los registros personológicos. Un síndrome obsesivo es algo que evidentemente actúa al nivel de una repetición persistente, esto es, de una voluntad de apropiación, una suerte de eterno retorno para aprehender lo inaprensible: yo lavo mis manos para intentar captar el sentido de limpieza y permanezco en un casi absoluto. Es algo que pone en juego también una compulsión de repetición, totalmente heterogénea en relación con el comportamiento de lavarse las manos. Es algo que pone en juego representaciones icónicas: si lavo mis manos contra los microbios es porque tengo una representación de los mismos, considero que se trata efectivamente de microbios y no de cualquier otra cosa. Es también algo que puede poner en juego estrategias micropolíticas en el orden de las triangulaciones familiares, imaginarias, etc. Pero a su vez puede ser algo que ponga en juego factores de un inconsciente objetivo al nivel de las máquinas abstractas; por ejemplo, hay una amenaza del mundo sobre mí que hace que me someta a ese tipo de síntoma. Muchos otros componentes pueden estar presentes en la constitución de un síndrome obsesivo. Lo que importa es saber en qué momento hay coeficientes de eficiencia semiótica. En qué momento podemos considerar lo que ocurre como algo vinculado a una praxis de agenciamiento particular. He considerado nueve componentes de un agenciamiento, pero otros pueden reordenarlos y partir de dieciocho o de treinta y seis —o quién sabe de cuantas dimensiones—, simplemente porque cuanto más complejos se vuelven los modelos menos se corre el riesgo de usar sistemas de referencia que sometan la sensibilidad a lo que ocurre. Obsérvese, por ejemplo, los modelos freudianos: a medida que fueron simplificándose —hasta arribar a la oposición Eros-Thanatos— fueron correspondiendo con cierto tipo de práctica reduccionista. Lo mismo ocurre cuando pensamos en términos de una sola dimensión —por ejemplo, la del significante/significado. Puede suceder, incluso, que cierto componente esté en posición de primacía dentro un agenciamiento, pero el esquema nos obliga a estar alerta frente al surgimiento de una interrogación: ¿qué ocurre con los otros componentes? No es otra mi ambición con la propuesta de esta cartografía general de las formaciones del inconsciente.
Félix Guattari
"Roma Ciudad Abierta" - Roberto Rosellini (1945)
"Alemania Año Cero" - Roberto Rosellini (1948)
Anton Webern: "Piano Quintet, Moderato" y "Cinco Piezas para Orquesta".
jueves, abril 21, 2022
“Él” - Lawrence Ferlinghetti
"ÉL" - LAWRENCE FERLINGHETTI
A Allen Ginsberg
Él es uno de los profetas que volvieron
es uno de los profetas pelucones que volvieron
Él tenía barba en el Viejo Testamento
pero se la afeitó en Paterson
Tiene un micrófono en el cuello
en una lectura de poesía
y es más que un poeta
y es un viejo perpetuamente escribiendo un poema
sobre un viejo
que cada dos pensamientos es Muerte
y que está escribiendo un poema
sobre un viejo
como la figura en una caja de alimentos
que muestra una figura con una caja en las manos
sobre la cual hay una figura
que tiene una caja en las manos
y la figura más y más pequeña
y cada vez más lejana
una figura de la misma realidad encogiéndose
Él es uno de los profetas que volvieron
para ver escuchar pasar un resumen exacto
del estado presente
del mundo encogiéndose
Tiene botones en los ojos
con los que se abotona
a cada pie de la existencia
y a cada nudo de rumor
de la naturaleza de la realidad
Y su ojo se fija
en cada persona o cosa perdida
y espera que se mueva
como un gato con un ratón blanco muerto
que sospecha que éste esconde
alguna pequeña pista de la existencia
y espera con gentileza
que se revele
y es bueno como el cordero de dios
hecho en costillas locas
y él toma cualquier objeto sospechoso
y él toma cualquier persona o cosa
examinándolas o batiéndolas
como hace un ratón blanco con un piolín
pensando que la cosa está viva
y la bate para que hable
y la bate para que viva
y la bate para que hable
Él es un gato que se arrastra a la noche
y duerme su budismo en la hora violeta
y escucha el sonido de tres manos a punto de aplaudir
y lee la escritura de la sartén de su mente
el jeroglífico de la existencia
Él es un culo parlante sobre un palo
es una radio con dos patas
y se pone el micrófono en la oreja
y se pone el micrófono en la boca
y escucha Muerte Muerte
Tiene una cabeza con una lengua caída
en la espalda de su boca
y habla con una lengua animal
y el hombre ha inventado un lenguaje
que ningún otro animal entiende
y su lengua ve y su lengua habla
y su propia oreja oye lo que se dice
y se agarra de la cabeza
y oye Muerte Muerte
y tiene una lengua para decirlo
que otro animal no va a entender
Él es una raíz bifurcada caminando
con un ojo de nudo y agujero en medio de la cabeza
y el ojo se vuelve para afuera o para adentro
y ve y se enoja
y se enloquece y ve
Y es el ojo enloquecido de la cuarta persona singular
de la que nadie habla
y es la voz de la cuarta persona singular
en la que nadie habla
y que sin embargo existe
con la cabeza larga y una cara de capa idiota
y el largo pelo loco de la muerte
del que nadie habla
Y él habla de sí mismo y habla de los muertos
de su madre muerta y de tía Rosa
con los pelos largos y las uñas largas
que crecen y crecen
y vuelven en sus palabras sin manicura
Y él ha regresado con el pelo negro
y los ojos negros y los zapatos negros
y el gran libro negro de su historia
Y él es un gran pájaro negro con una pata alzada
para escuchar el sonido de la vida revelándose
en la concha de sus sentidos
y habla de cantar de salir de la piel
y pica con su lengua en la concha
y ve Luz luz y oye Muerte muerte
de la que nadie habla
Porque él es una cabeza con cabeza de visión
y suya es la mirada del lagarto
y su visión desabotonada es la puerta
donde se para y espera y escucha
a la mano que golpea y aplaude y golpea y aplaude y derriba su
Muerte Muerte
Porque él es su propia iluminación extática
y es su propia alucinación
y es su propio encogimiento
y su ojo se vuelve hacia la cabeza encogida del mundo
y oye a su órgano decir Muerte Muerte
una música sorda
Porque él ha llegado al fin del mundo
y es la carne impertinente hecha verbo
y dice la palabra que escucha en su carne
y la palabra es Muerte
.............................................Muerte Muerte
................................................................... Muerte Muerte
...................................................Muerte Muerte
................................................................Muerte Muerte
....................................................................... Muerte
....................Muerte Muerte
...........................................Muerte Muerte
................................................................Muerte Muerte
Muerte Muerte
..............................Muerte Muerte
.......................................................Muerte Muerte
........................................................................Muerte Muerte
Muerte
..............................................Muerte Muerte
.........................................................................Muerte Muerte
..............................................................Muerte Muerte
LA MUERTE CREADORA - Henry Miller - La sabiduría del corazón, Buenos Aires, Sur, 1966.
LA MUERTE CREADORA - Henry Miller
"No quiero que el Destino o la Providencia me traten bien. Soy esencialmente un luchador."
Lawrence escribió esto hacia el final de su vida, pero decía ya al comienzo de su carrera: "Tenemos que odiar a nuestros predecesores inmediatos para liberarnos de su autoridad". Los hombres a quienes debía todo, los grandes espíritus de quienes se alimentaba y nutría, a quienes tuvo que rechazar para afirmar su propia fuerza, su propia visión ¿acaso no eran como él hombres que iban a la fuente? ¿No los animaba a todos ellos la idea que Lawrence proclamó una y otra vez: que el sol no envejecería nunca, ni la tierra se tornaría jamás estéril? ¿Acaso no eran, todos ellos, en su búsqueda de Dios, de esa "guía que falta dentro de los hombres", víctimas del Espíritu Santo?
¿Quiénes fueron sus predecesores? ¿Con quiénes reconoció estar en deuda, reiteradamente, antes de ridiculizarlos y desenmascararlos? Con Jesús, desde luego, y con Nietzsche, y Whitman, y Dostoievski. Con todos los poetas de la vida, los místicos, que al censurar la civilización fueron quienes más aportaron al engaño de la civilización. Dostoievski tuvo una tremenda influencia sobre Lawrence. De todos sus antecesores, incluido Jesús, el que le resultó más difícil de quitarse de encima, de superar, de "trascender", fue Dostoievski.
Lawrence siempre había considerado al sol como origen de la vida, y a la luna como símbolo del no‐ser. La Vida y la Muerte: constantemente tuvo ante sí estos dos polos, como un marinero. "Quien más se acerque al sol", decía, "será conductor, aristócrata de aristócratas. O quien, como Dostoievski, más se acerque a la luna de nuestro no‐ser". Los intermedios no le interesaban. "Pero el ser más poderoso", concluye, "es aquel en camino hacia la floración todavía desconocida". Veía al hombre como un fenómeno estacional, una luna creciente y menguante, una semilla brotada de la oscuridad original para volver a ella. La vida breve, transitoria, eternamente fija entre los dos polos del ser y el no‐ser. Sin la guía, sin la revelación, no hay vida sino sacrificio a la existencia. Interpretaba la inmortalidad como ese deseo vano de existencia sin fin. Esta muerte viviente era para él el Purgatorio en el cual el hombre lucha incesantemente.
Por extraño que parezca hoy decirlo, la finalidad de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente, gozosamente, ebria, serena, divinamente consciente. En ese estado de conciencia divina, se canta; en ese reino el mundo existe como poema. Sin por qué ni por lo tanto, sin dirección, sin meta, sin lucha, sin evolución. Como al chino enigmático, lo arrebata a uno el espectáculo siempre cambiante de los fenómenos pasajeros. Ése es el estado sublime a‐moral, del artista, de quien vive sólo en el momento, el momento visionario de lucidez total, previsora. Una cordura tan diáfana, tan álgida, que parece locura. Mediante la fuerza y el poder de la visión del artista, se destruye ese todo sintético que se llama el mundo. El artista nos devuelve un universo vital, que canta, vivo en todas sus partes.
En cierto modo, el artista siempre obra contra el movimiento tiempo‐destino. Siempre es ahistórico Acepta el Tiempo absolutamente, como dice Whitman, en el sentido de que cualquiera sea la forma en que gire (con la cola en la boca) es un rumbo; en el sentido de que un momento, todo momento, puede ser la totalidad; para el artista no hay más que presente, el eterno aquí y ahora, el momento infinito que se ensancha y es llama y canto. Y cuando logra establecer este criterio de experiencia apasionada (que es lo que significa el "obedecer al Espíritu Santo" de Lawrence), entonces, y sólo entonces, afirma su calidad de hombre. Sólo entonces encarna su pauta de Hombre. Obediente a todo impulso, sin distinción de moral, ética, ley, costumbre, etc. Se abre a todas las influencias, todo lo nutre. Todo es jugo para él, hasta lo que no comprende; en particular lo que no comprende.
Esa realidad final que el artista llega a admitir en su madurez es ese paraíso simbólico del vientre, esa "China" que los psicólogos alojan en algún punto entre la conciencia y el inconsciente, y la unión con la naturaleza, la seguridad y la inmortalidad prenatales de las cuales ha de arrebatar su libertad. Cada vez que nace espiritualmente sueña con lo imposible, lo milagroso; sueña con poder quebrar la rueda de la vida y la muerte, evitar la lucha y el drama, el dolor y el sufrimiento de la vida. Su poema es la leyenda en la cual se refiere los misterios del nacimiento y la muerte; su realidad, su experiencia. Se entierra en su tumba de poema para lograr esa inmortalidad que se le niega como ser corporal.
La China es una proyección hacia el dominio espiritual de su condición biológica de no‐ser. Ser es tener forma mortal, atributos mortales, es luchar, evolucionar. El Paraíso es, como el sueño de los budistas, un Nirvana donde ya no hay personalidad y, por lo tanto, no hay conflicto. Es la expresión del deseo del hombre de triunfar sobre la realidad, sobre la transformación. El sueño del artista que sueña lo imposible, lo milagroso, es simplemente resultado de su incapacidad de adaptarse a la realidad. Por lo tanto, crea una realidad propia ‐en el poema‐, una realidad adecuada a él, una realidad en la cual puede vivir sus anhelos inconscientes, sus deseos, sus sueños. El poema es el sueño hecho carne, en dos sentidos: como obra de arte, y como vida, que es obra de arte. Cuando el hombre llega a ser plenamente consciente de su fuerza, su papel, su destino, es artista, y desiste de su lucha contra la realidad. Se convierte en traidor de la raza humana. Engendra la guerra porque ha llegado a estar en permanente desacuerdo con el resto de la humanidad. Se sienta en el escalón del vientre de su madre con sus recuerdos de casta y sus anhelos incestuosos, y se niega a moverse. Vive cabalmente su sueño del Paraíso. Transmuta su experiencia real de la vida en ecuaciones espirituales. Desdeña el alfabeto corriente, que a lo sumo puede dar una gramática del pensamiento, y adopta el símbolo, la metáfora, el ideograma. Escribe en chino.
Crea un mundo imposible valiéndose de una lengua incomprensible, un engaño que encanta y esclaviza a los hombres. No es que sea incapaz de vivir. Al contrario, su gusto por la vida es tan poderoso, tan voraz, que lo obliga a matarse una y otra vez. Muere muchas veces a fin de vivir innumerables vidas. Así se venga de la vida y adquiere su poder sobre los hombres. Crea la leyenda de sí mismo, la mentira dentro de la cual se constituye en héroe y dios, la mentira por la cual triunfa sobre la vida.
Tal vez una de las mayores dificultades de la lucha con la personalidad de un creador radica en la profunda oscuridad en que se alberga, a sabiendas o no. En el caso de un hombre como Lawrence, nos hallamos ante alguien que exaltó la oscuridad, ante un hombre que encumbró al máximo esa fuente y manifestación de toda vida, el cuerpo. Todo esfuerzo por aclarar su doctrina implica una vuelta a los problemas eternos, fundamentales, que le hicieron frente, y una renovada lucha con ellos. Lawrence constantemente lo lleva a uno a la fuente, al centro mismo del cosmos, a través de un laberinto místico. Su obra es enteramente símbolo y metáfora. El Fénix, la Corona, el Arcoíris, la Serpiente Emplumada, todos estos símbolos están centrados en la misma idea obsesiva: la resolución de dos opuestos en forma de misterio. A pesar de la progresión de un plano conflictual a otro, de un problema vital a otro, el carácter simbólico de su obra se mantiene constante e inmutable. Es hombre de una idea: que la vida tiene una significación simbólica. Es decir, que vida y arte son uno.
En su elección del Arcoíris, por ejemplo, se manifiesta su intento de exaltar la eterna esperanza del hombre, en la cual se apoya su justificación como artista. En todos sus símbolos, el Fénix y la Corona particularmente, pues estos fueron sus símbolos primeros y más eficaces, observamos que sólo estaba dando forma concreta a su verdadera naturaleza: ser artista. Porque el artista que hay en el hombre es el símbolo imperecedero de la unión entre sus yoes conflictuales. Hay que dar un sentido a la vida por el hecho evidente de que carece de sentido.
Hay que crear algo, como intermedio curativo y estimulante, entre la vida y la muerte, porque la conclusión a que apunta la vida es la muerte, y el hombre instintiva y persistentemente cierra los ojos ante ese hecho concluyente. El sentido del misterio, que se halla en el fondo de todo arte, es la amalgama de todos los terrores innominados inspirados por la realidad cruel de la muerte. Entonces hay que vencer a la muerte, o disimularla, o cambiarla. Pero en el intento de derrotar a la muerte el hombre inevitablemente se ha visto el ligado a derrotar a la vida, pues las dos están inextricablemente relacionadas. La vida marcha hacia la muerte, y negar la una significa negar la otra. El firme sentido del destino que revela todo creador se apoya en su conciencia de la meta, en esa aceptación de la meta, ese marchar hacia una fatalidad, igual a las fuerzas inescrutables que lo animan y lo empujan.
La historia toda es el testimonio del fracaso insigne del hombre en desbaratar su destino; dicho con otras palabras, el testimonio de los pocos hombres de destino que, por haber reconocido su papel simbólico, hicieron la historia. Todos los engaños y evasiones de que el hombre se ha alimentado ‐la civilización, en suma‐ son fruto del artista creador. La naturaleza creadora del hombre es la que se ha negado a dejarlo caer en esa unidad inconsciente con la vida que caracteriza al mundo animal del cual el hombre se ha zafado. Así como el hombre reconstruye las etapas de su evolución física en su vida embrionaria, así también, al ser lanzado fuera del vientre, repite, en el transcurso de su desarrollo de la niñez a la ancianidad, la evolución espiritual del hombre. En la persona del artista se recapitula toda la evolución histórica del hombre. Su obra es una gran metáfora, que revela mediante la imagen y el símbolo todo el ciclo del desarrollo cultural a través del cual ha pasado el hombre desde el ser primitivo hasta el ser civilizado infructuoso.
Cuando ahondamos en las raíces de la evolución del artista, redescubrimos en su ser las diversas encarnaciones o aspectos de héroe con que el hombre siempre se ha representado a sí mismo: rey, guerrero, santo, mago, sacerdote, etc. El proceso es largo y tortuoso. Todo él es una conquista del miedo. La interrogación por qué lleva a la interrogación adónde y cómo. La huida es el deseo más profundo. Huida de la muerte, del terror innominado. Y la forma de huir de la muerte es huir de la vida. Esto lo ha manifestado siempre el artista a través de sus creaciones. Al vivir adentrado en su arte adopta como mundo un reino intermedio dentro del cual él es todopoderoso, un mundo dominado y regido por él. Ese mundo intermedio del arte, ese mundo en el cual se mueve como héroe, sólo ha sido factible debido al más profundo sentido de frustración. Paradójicamente, surge de la falta de fuerza, de la sensación de incapacidad para oponerse al destino.
Esto, entonces, es el Arcoíris, el puente que el artista tiende sobre el abismo de la realidad. El brillo del Arcoíris, la promesa que anuncia, es el reflejo de su creencia en la vida eterna, su creencia en el nacimiento perpetuo, la juventud, la virilidad, la fuerza continuas. Todos sus fracasos son nada más que el reflejo de sus choques humanos y débiles con la realidad inexorable. El motivo es el impacto dinámico de una voluntad que conduce a la destrucción. Porque con cada fracaso real recae con mayor intensidad en sus ilusiones creadoras. Todo su arte es el esfuerzo patético y heroico por negar su derrota humana. En su arte logra un triunfo real, puesto que no es un triunfo ni sobre la vida ni sobre la muerte. Es un triunfo sobre un mundo imaginario creado por él mismo. El drama está enteramente en el dominio de la idea. Su guerra con la realidad es reflejo de la guerra que se libra dentro de él mismo.
Así como el individuo, cuando llega a la madurez, la revela aceptando la responsabilidad, así también el artista, cuando reconoce su verdadera naturaleza, su papel predestinado, está obligado a aceptar la responsabilidad de la hegemonía. Se ha conferido a sí mismo poder y autoridad, y debe obrar consecuentemente. No puede tolerar nada más que los dictados de su propia conciencia. Así, al aceptar su destino, acepta la responsabilidad de prohijar sus ideas. Y así como los problemas con que tropieza cada individuo son únicos para él, así también las ideas que germinan en el artista son únicas y han de ser vividas. El artista es el signo del Hado en sí, el signo mismo del destino. Porque cuando por vivir su lógica de sueño se realiza mediante la destrucción de su propio yo, está encarnando para la humanidad el drama de la vida individual que, para probarse y experimentarse, ha de admitir la disolución. Pero a fin de lograr su propósito, el artista está obligado a retirarse, a apartarse de la vida utilizando sólo la experiencia suficiente como para ofrecer el sabor de la lucha real. Si elige vivir anula su naturaleza propia. Tiene que vivir vicariamente. Para poder desempeñar así el monstruoso papel de vivir y morir incontables veces, según la medida de su capacidad para la vida.
En cada nueva obra el artista vuelve a representar el espectáculo del sacrificio del dios. Porque detrás de la idea del sacrificio está la idea esencial del sacramento: se mata a la persona que encarna el gran poder a fin de que su cuerpo sea consumido y se redistribuyan los poderes mágicos. El odio al dios es el más fundamental del culto al dios: se basa en un deseo primitivo de conseguir el poder misterioso del hombre‐dios. En ese sentido pues, el artista siempre es crucificado: para ser devorado, para ser despojado del misterio, para quitarle su poder y su magia. La necesidad del dios es este anhelo de una vida mejor: es lo mismo que el anhelo de muerte.
Se puede representar al hombre como un árbol sagrado de la vida y la muerte, y si además consideramos que ese árbol representa no solamente al hombre individual sino a todo un pueblo, a una cultura íntegra, tal vez empecemos a percibir la relación íntima entre la aparición del tipo de artista dionisiaco y el concepto del cuerpo sagrado.
Y siguiendo con la imagen del hombre como árbol de la vida y la muerte, bien puede comprenderse cómo los instintos vitales, impulsando al hombre a expresarse cada vez más por medio de su mundo de forma y símbolo, por medio de su ideología, por último lo obligan a prescindir de los aspectos puramente humanos, relativos, fundamentales de su ser ‐de su naturaleza animal, de su mismo cuerpo humano‐. El hombre trepa por el tronco del vivir para dilatarse en un florecimiento espiritual. Desde un microcosmos insignificante, pero recién separado del mundo animal, el hombre con el tiempo se extiende sobre los cielos bajo la forma del gran anthropos, el hombre mítico del zodiaco. El propio proceso de diferenciación del mundo animal al cual pertenece todavía hace que cada vez vaya perdiendo más de vista su humanidad total. Sólo en los límites últimos de la facultad creadora y cuando su mundo de formas no puede ya tomar mayores dimensiones arquitectónicas, comienza a comprender de pronto sus "limitaciones". Entonces lo asalta el miedo. Es entonces cuando verdaderamente experimenta la muerte ‐la gusta de antemano, por así decir‐.
Entonces los instintos vitales se convierten en instintos mortales. Lo que antes parecía todo libido, impulso incesante de creación, ahora se ve que encierra otro principio: la admisión de los instintos de muerte. Sólo en la cima de la expansión creadora llega a humanizarse verdaderamente. Entonces siente las raíces profundas de su ser, en la tierra. Enraizado. La supremacía y la gloria y la magnificencia del cuerpo se afirman por fin con toda su energía. Sólo entonces asume el cuerpo su carácter sagrado, su verdadero papel. La triple división de cuerpo, mente, alma, se torna unidad, trinidad sagrada. Y con ella viene la comprensión, de que no puede exaltarse un aspecto de nuestra naturaleza sobre los demás, salvo a expensas de alguno de ellos.
Lo que llamamos sabiduría de la vida llega aquí a su apogeo‐ cuando se adivina ese carácter fundamental, sagrado del cuerpo‐. En las ramas más altas del árbol de la vida se marchita el pensamiento. La grandiosa florescencia espiritual en virtud de la cual el hombre se elevó a proporciones de dios, perdiendo así contacto con la realidad ‐porque él mismo era la realidad‐, ese gran florecimiento de la Idea se convirtió entonces en una ignorancia que se expresa como el misterio del Soma. El pensamiento vuelve a recorrer el tronco religioso que lo ha sostenido y, ahondando en las raíces mismas del ser, redescubre el enigma, el misterio del cuerpo.
Redescubre el parentesco entre la estrella, la bestia, el hombre, la flor, el cielo. Una vez más se advierte que el tren o del árbol, la columna misma de la vida, es la fe religiosa, la aceptación de la propia naturaleza arbórea ‐no un anhelo de alguna otra forma de ser‐. Esta aceptación de las leyes del propio ser es la que preserva los instintos esenciales de la vida, aun en la muerte. En el ascenso, el imperativo, la obsesión única, era el aspecto individual del propio ser. Pero una vez en la cima, cuando se han sentido y percibido los límites, se revela la gran perspectiva y se reconoce la semejanza de los seres circundantes, la interrelación de todas las formas y leyes del ser ‐la afinidad orgánica, la totalidad, la unidad de la vida‐.
De modo que el tipo más creador ‐el tipo de artista individual‐ que más alto ha brotado y con mayor diversidad de expresión, tanto que parecía "divino’, ese tipo creador de hombre, para conservar en él los elementos mismos de la creación, tiene pues que convertir la doctrina, o la obsesión de individualidad, en una ideología común, colectiva. Ése es el verdadero sentido del Maestro‐Modelo, de las grandes figuras que han dominado la vida humana desde el principio.
Al llegar a la cumbre más alta de su floración, no han hecho más que recalcar su humanidad común, su innata, enraizada, ineludible calidad de humanos. Su aislamiento, en las alturas del pensamiento, es lo que les causa la muerte.
Cuando consideramos una figura olímpica como Goethe, vemos un árbol humano gigantesco que no afirmó otra "meta" excepto el despliegue de su propio ser, excepto la obediencia a las leyes orgánicas profundas de la naturaleza. Eso es sabiduría, la sabiduría de un espíritu maduro en la cumbre de una gran Civilización. Es lo que Nietzsche llamaba la fusión de dos corrientes divergentes en un ser: el tipo soñador apolíneo y el dionisiaco extático. Tenemos en Goethe la imagen del hombre encarnado con la cabeza en las nubes y los pies bien plantados en el suelo de la raza, la cultura, la historia. El pasado, representado por el suelo histórico, cultural; y el presente, representado por las condiciones cambiantes del tiempo que componen su clima mental; se nutrió tanto del pasado como del presente. Fue profundamente religioso sin necesidad de adorar a un dios. Se había hecho un dios. En esta imagen del Hombre ya no cabe el conflicto. Ni se sacrifica él al arte, ni sacrifica el arte a la vida. La obra le Goethe, que fue una gran confesión ‐"huellas de la vida", decía él ‐es la expresión poética de su sabiduría, y salió de él como cae de un árbol una fruta madura. Ninguna situación era demasiado noble para sus aspiraciones, ningún detalle demasiado insignificante para su atención. Su vida y su obra asumieron proporciones grandiosas, una amplitud y majestad arquitectónicas, porque tanto su vida como su obra tenían la misma base orgánica. Con excepción de da Vinci, él es quien más se acerca al ideal de hombre‐dios de los griegos. En él se dieron el ocio y el clima más favorables. Tenía sangre, raza, cultura, tiempo: todo. Y todo lo alimentaba. En ese momento excelso en que aparece Goethe, en que el hombre y la cultura están en la cúspide, todo el pasado y el futuro se despliegan. Allí se entrevé el final; en adelante el camino desciende. Después del olímpico Goethe aparece la raza dionisíaca de artistas, los hombres de la "época trágica" que profetizó Nietzsche y de los cuales él mismo fue ejemplo magnífico. La época trágica, en que se siente con fuerza nostálgica todo lo que más está negado para siempre. Otra vez se revive el culto del Misterio. El hombre debe volver a representar una vez más el misterio del dios, el dios cuya muerte fecunda ha de redimir y purificar al hombre de la culpa y el pecado, ha de liberarlo de la rueda del nacimiento y el devenir. El pecado, la culpa, la neurosis, todos son una y la misma cosa, el fruto del árbol de la ciencia. El árbol de la vida se torna así en árbol de la muerte. Pero es siempre el mismo árbol. Y de este árbol de la muerte es de donde ha de volver a surgir la vida, de donde la vida tiene que renacer. Lo cual, como lo atestiguan todos los mitos del árbol, es precisamente lo que ocurre. "En el momento de la destrucción del mundo", dice Jung, refiriéndose a Ygdrasil, el fresno del mundo, "ese árbol se convierte en la madre tutelar, el árbol de la muerte y la vida, preñado.".
En este punto del ciclo cultural de la historia es cuando tiene que aparecer la "transvaluación de todos los valores". Es la inversión de los valores "espirituales", de todo un completo de valores reinantes. El árbol de la vida conoce entonces su muerte. El arte dionisiaco de los éxtasis reafirman entontes sus derechos. Sobreviene el drama. Reaparece lo trágico. Gracias a la locura y el éxtasis se representa el misterio del dios, y en los celebrantes ebrios se despierta el deseo de morir ‐morir creadoramente‐. Es la conversación de ese mismo instinto vital que impulsó el árbol del hombre hasta su expresión plena. Es salvar al hombre del temor a la muerte para que pueda morir.
Avanzar hacia la muerte. No retroceder hacia el vientre. Salir de las arenas movedizas, del flujo estanco. Es el invierno de la vida, y nuestro drama consiste en alcanzar un espacio firme para que la vida pueda avanzar de nuevo. Pero ese espacio firme sólo puede procurarse sobre los cadáveres de quienes están deseoso de morir. (*)
(*) Fuente: Henry Miller, La sabiduría del corazón, Buenos Aires, Sur, 1966.
jueves, junio 03, 2021
EL TIEMPO MUSICAL - Gilles Deleuze (1978) -bilingüe-
lunes, mayo 31, 2021
MANFRED: UNA EXTRAORDINARIA INNOVACION - G. Deleuze (Con Video)
Carmelo Bene - Manfred - versione per concerto in forma d'oratorio
TEXTO DE GILLES DELEUZE: "MANFRED: UNA EXTRAORDINARIA INNOVACION"
Publicado originalmente en In Carmelo Bene, Otello o la deficienza della donna, Milán, Feltrinelli, 1981, pp. 7-9.
La potencia de un artista es la innovación. Carmelo Bene es la prueba
de ello.
Gracias a lo que hace, puede romper con
lo que ha hecho. Actualmente está trazando un nuevo camino y construyendo para
nosotros una nueva relación activa con la música.
En primer lugar, toda imagen comporta en principio elementos visuales y
sonoros.
Durante mucho tiempo, haciendo teatro y cine, Carmelo Bene ha tratado a
la vez estos dos elementos (colores del decorado, organización visual de la
escenificación, personajes a los que se ve y se escucha). Ahora se interesa
cada vez más por el elemento sonoro en cuanto tal. Hace del elemento sonoro un vértice
que concentra toda la imagen, la imagen entera se transfiere a lo sonoro.
No es que hable tal o cual personaje, es que el propio sonido se convierte en
personaje, el elemento sonoro se vuelve personaje. Carmelo Bene prosigue así su
proyecto de ser "protagonista" u operador más que actor, pero
en nuevas condiciones. No es que la voz empiece a cuchichear, a gritar o a
recalcar expresando tal o cual emoción, es el cuchicheo el que llega a ser una
voz, el grito se convierte en una voz al mismo tiempo que las
emociones correlativas (afectos) se tornan modos, modos vocales.
Y todas estas voces y modos se comunican en su interior. De ahí la
innovación en el papel de las variaciones de velocidad e incluso del play-back,
que para Carmelo Bene nunca fue un medio cómodo sino un instrumento de
creación.
En segundo lugar, no se trata únicamente de extraer lo sonoro de lo
visual, sino de extraer de la voz parlante las potencias musicales de las que es
capaz, que no obstante no se confunden con el canto. Estas nuevas
potencias pueden de hecho acompañar al canto, conspirar con él, pero no componen
un canto, ni siquiera un sprechgesang: es la invención de una voz modalizada o más bien filtrada. Es una
invención quizá tan importante como la del mismo sprechgesang, pero que
se distingue esencialmente de él. Se
trata de fijar, crear o modificar el color básico de un sonido (o de un
conjunto de sonidos) y a la vez de hacerlo variar o evolucionar en el tiempo,
cambiando su curva fisiológica. En este punto, Carmelo Bene renueva todas sus investigaciones sobre las
sustracciones y adiciones vocales, que cada vez más le enfrentan a las
potencias del sintetizador.
El Manfred de Carmelo Bene es, por tanto, el primer resultado de
un gran trabajo y de una nueva etapa de creación. En Manfred, esta voz,
estas voces de Carmelo Bene se deslizan entre los coros cantados y la música y
conspiran con ellos, se les añaden y se sustraen a ellos. Es falso decir que
Carmelo Bene ha atendido más a Byron que a Schumann. Carmelo Bene no ha elegido
a Schumann por casualidad sino por amor, pues su música abrió nuevas potencialidades
para la voz e implicaba una nueva instrumentación de la voz. Ha sido un acierto
de la Scala de Milán. Entre el canto y la música, Carmelo Bene inserta el texto
que se ha vuelto sonoro, lo hace coexistir con ellos, reaccionar sobre ellos,
de tal manera que por primera vez escuchamos ambos, constituyéndose una
profunda afianza entre el elemento musical cantado y el elemento vocal
inventado, creado, que se ha vuelto necesario. Sí, es un éxito extraordinario
que inaugura las nuevas investigaciones de Carmelo Bene.
Publicado en "Dos Regímenes de Locos". Ed. Pre-Textos. Trad: J. L. Pardo.