viernes, noviembre 16, 2007

LA VERGÜENZA Y LA GLORIA: T. E. LAWRENCE

El desierto y su percepción, o la percepción de los árabes en el desierto, parecen estar pasando por momentos goethianos. Está primero la luz, aunque ésta no es percibida todavía. Es más bien lo transparente puro, invisible, incoloro, informal, intocable. Es la Idea, el Dios de los árabes. Pero la idea, o lo abstracto, no tiene trascendencia. La Idea se extiende a través del espacio, es como lo Abierto: «Más allá ya no había nada, excepto el aire transparente».(IV, 54. Sobre el Dios de los árabes, Incoloro, Informal, Intocable, que todo lo abarca, vid. Introduction, 3. Citamos el texto de Sept piliers de la sagesse según la edición Folio–Gallimard, trad. de Julien Deleuze ( Los siete pilares de la sabiduría, Júcar, 1991).)
 La luz es la abertura que hace el espacio. Las Ideas son fuerzas que se ejercen en el espacio siguiendo direcciones de movimiento: entidades, hipóstasis, no trascendentes. La revuelta, la rebelión es luz, porque es espacio (se trata de extenderse en el espacio, de abrir el máximo de espacio posible) y porque es Idea (lo esencial es la predicación). Los hombres de la rebelión son el profeta y el caballero errante, Faisal y Auda, el que predica la Idea y el que recorre el espacio.El «Movimiento»: la revuelta se llama así.
La niebla, la niebla solar es lo que va a llenar el espacio. La rebelión misma es un gas, un vapor. La niebla es el primer estado de la percepción naciente, y forma el espejismo en el que las cosas suben y bajan, como bajo la acción de un pistón, y los hombres levitan, suspendidos de una cuerda. Ver neblinoso, ver turbio: un esbozo de percepción alucinatoria, un gris cósmico. (Sobre la niebla o «espejismo», I, 8. Hay una hermosa descripción en IX, 104. Sobre la revuelta como gas vapor,
vid. III, 33. 181.) ¿Se trata del gris que se parte en dos, y que da el negro cuando la sombra gana o cuando la luz desaparece, pero asimismo del blanco cuando lo luminoso se vuelve a su vez opaco? Goethe definía lo blanco a través del «fulgor fortuitamente opaco de lo transparente puro»; lo blanco es el accidente siempre renovado del desierto, y el mundo árabe es en blanco y negro.Pero tan sólo se trata, una vez más, de las condiciones de la percepción, que se efectúa plenamente cuando surgen los colores, es decir cuando el blanco se oscurece en amarillo y cuando el negro se aclara en azul.
Arena y cielo, hasta que la intensificación de el púrpura deslumbrante en el que arde el mundo, y donde la visión en el ojo queda sustituida por el sufrimiento. La visión, el sufrimiento, dos entidades...: «al despertar por la noche, no había encontrado en sus ojos la visión, sino sólo el sufrimiento». Del gris al rojo, está el aparecer y el desaparecer del mundo en el desierto, todas las aventuras de lo visible y de su percepción. La Idea en el espacio es la visión, que va de lo transparente puro invisible al fuego púrpura en el que cualquier visión se abrasa.
«La unión de los oscuros acantilados, del suelo rosa y de los arbustos verde pálido resulta hermosa para unos ojos saturados por meses de sol y de sombra negra como el hollín; cuando llegó la noche, el sol crepuscular derramó un resplandor carmesí sobre uno de los lados del valle, dejando el otro en una oscuridad violeta.» Lawrence, uno de los mayores paisajistas de la literatura. Rumm la sublime, visión absoluta, paisaje del espíritu. Y el color es movimiento, es desviación, desplazamiento, deslizamiento, oblicuidad, lo mismo que el trazo. Ambos, el color y el trazo, nacen juntos y se funden. Los paisajes de arenisca o de basalto unen colores y trazos, pero siempre en movimiento, los trazos grandes coloreados por capas, los colores pintados a grandes trazos. Las formas de espinas y de burbujas se van sucediendo, al mismo tiempo que los colores se llaman, del transparente puro al gris sin esperanza. Los rostros responden a los paisajes, apareciendo y desapareciendo en esos cuadros breves que convierten a Lawrence en uno de los mayores retratistas: «Solía estar alegre, pero había en él siempre dispuesta una veta de sufrimiento...»; «su cabellera flotante y su rostro en ruinas de trágico cansado...»; «su espíritu, cual paisaje pastoril, tenía una perspectiva de cuatro esquinas, cuidado, amable, limitado, bien situado...»; «sus párpados caían sobre sus pestañas toscas en pliegues fatigados a través de los cuales, procedente del sol en lo alto, una luz roja fulgía en las órbitas, haciendo que parecieran fosas ardientes donde el hombre se consumía lentamente».

Los escritores de más belleza poseen unas condiciones de percepción singulares que les permiten extraer o tallar perceptos estéticos como auténticas visiones, aun a costa de regresar con los ojos enrojecidos.
El océano impregna desde dentro las percepciones de Melville, hasta el punto de que el barco parece irreal por contraste con el mar vacío y se impone a la vista como un «espejismo surgido de las profundidades ».(Melville, Benito Cereño, Gallimard, pág. 201 (Benito Cereno, Juventud, 1993).183.) ¿Pero es suficiente invocar la objetividad de un medio que tuerce las cosas, y hace temblar o titilar la percepción? ¿No se trata más bien de las condiciones subjetivas que, indudablemente, invocan tal o cual medio objetivo favorable, se despliegan en él, pueden coincidir con él, pero no obstante conservan una diferencia irresistible, incomprensible? En virtud de una disposición subjetiva, Proust encuentra sus perceptos en una corriente de aire que se filtra por debajo de la puerta, y permanece frío ante las bellezas que le muestran.(10 Proust, Sodome et Gomorrhe, Pléiade II, pág. 944.) Hay en Melville un océano íntimo que ignoran los marineros, aun cuando lo presientan: en él nada Moby Dick, y es él el que se proyecta en el océano del exterior, pero para transmutar su percepción y «abstraer» de él una Visión. Hay en Lawrence un desierto íntimo que le empuja a los desiertos de Arabia, con los árabes, que coincide en muchos puntos con sus percepciones y concepciones, pero que conserva la indomable diferencia que las introduce en una Figura secreta completamente distinta. Lawrence habla árabe, se viste y vive como un árabe, incluso bajo tortura grita en árabe, pero no imita a los árabes, jamás abdica de su diferencia, que ya siente como una traición.(Sobre los dos comportamientos posibles del inglés respecto a los árabes, V, 61. E Introduction, 1.184.)
 Bajo su atuendo de recién casado, «sospechosa seda inmaculada», no traiciona continuamente a la Esposa. Esta diferencia de Lawrence no sólo procede de que sigue siendo inglés, al servicio de Inglaterra; pues traiciona tanto a Inglaterra como a Arabia, en una especie de sueño y pesadilla de traicionarlo todo a la vez. Pero tampoco de su diferencia personal, hasta ese punto la empresa de Lawrence es una destrucción del propio yo fría y concertada, llevada hasta el final. Cada mina que pone explota también dentro de su propio ser, él mismo es la bomba que hace estallar. Se trata de una disposición subjetiva infinitamente secreta, que no se confunde con una característica nacional o personal, y que le lleva lejos de su país, bajo las ruinas de su propio yo devastado. No hay problema más importante que el de esta disposición que arrastra a Lawrence, y le libera de las «cadenas del ser». Hasta un psicoanalista vacilará a la hora de decir que esta disposición subjetiva es la homosexualidad, o más precisamente el amor oculto que Lawrence convierte en el impulso de su acción en el espléndido poema de dedicatoria, pese a que la homosexualidad esté sin duda incluida en la disposición. Tampoco hay que pensar que se trata de una disposición para traicionar, pese a que tal vez la traición resulte de ello. Se trataría más bien de un profundo deseo, de una tendencia a proyectar en las cosas, en la realidad, en el futuro y hasta en el cielo, una imagen de sí mismo y de los demás suficientemente intensa para que viva su propia vida: una imagen tomada una y otra vez, remendada, y que incesantemente va creciendo por el camino, hasta volverse fabulosa. (12 Vid. cómo Jean Genet describe esta tendencia: Un captif amoureux, Gallimard, págs. 353–355.) Es una máquina de fabricar gigantes, lo que Bergson llamaba la función fabuladora. Lawrence dice que ve a través de una niebla, que no percibe inmediatamente las formas ni los colores, y que sólo reconoce las cosas con su contacto inmediato; que apenas es hombre de acción, que le interesan más las Ideas que los fines y los medios; que apenas tiene imaginación y que no le gustan los sueños... ( Un cautivo enamorado, Debate, 1988). Las similitudes entre Genet y Lawrence son abundantes y también es una disposición subjetiva lo que Genet reivindica cuando se encuentra en el desierto entre los palestinos, para otra Revuelta. Vid. el comentario de Félix Guattari, «Genet recuperado» ( Cartographies schizoanalytiques, Galilée, págs. 272–275). 185

Y en estos rasgos negativos ya posee muchos motivos que le emparejan con los árabes. Pero lo quele inspira y le impulsa es ser un «soñador diurno», un hombre peligroso en verdad, que no se define respecto a lo real o a la acción, ni respecto a lo imaginario o a los sueños, sino sólo por la fuerza con la que proyecta en lo real las imágenes que ha sabido arrancarse a sí mismo y a sus amigos árabes.(Chapitre d’introduction: «los soñadores diurnos, hombres peligrosos...». Sobre las características subjetivas de su percepción, I, 15; II, 21; IV, 48.) ¿Corresponde la imagen a lo que fueron? Quienes reprochan a Lawrence haberse dado una importancia que jamás tuvo, tan sólo ponen de manifiesto su pequeñez personal, su aptitud para denigrar así como su inaptitud para comprender un texto.
Pues Lawrence no oculta hasta qué punto el papel que se otorga es local, dependiente de una red frágil; subraya la insignificancia de muchas de sus empresas cuando pone unas minas que no explotan y no recuerda el lugar donde las puso. En cuanto al éxito final del que se jacta sin hacerse ilusiones, consiste en haber llevado a los partidarios árabes a Damasco antes de la llegada de las tropas aliadas, en unas condiciones muy parecidas a las que hemos visto que se reproducían a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando los resistentes se apoderaban de los edificios oficiales de una ciudad liberada e incluso tenían tiempo de neutralizar a los representantes de un compromiso de última hora. ( Vid. X, 119,120,121 (la deposición del seudogobierno del sobrino de Abd el Kader). 186) Resumiendo, no es una mezquina mitomanía individual lo que impulsa a Lawrence a proyectar a lo largo de su senda imágenes grandiosas, más allá de empresas con frecuencia modestas. La máquina de proyectar no es separable del movimiento de la propia Revuelta: subjetiva, remite a la subjetividad del grupo revolucionario. Pero todavía hace falta que la escritura de Lawrence, su estilo, la recupere por cuenta propia o la releve: la disposición subjetiva, es decir la fuerza de proyección de imágenes, es inseparablemente política, erótica, artista. El propio Lawrence muestra cómo su proyecto de escribir enlaza con el movimiento árabe: como carece de técnica literaria, necesita el mecanismo de la revuelta y de la predicación para convertirse en escritor. (15 IX, 99: «por fin el azar, con un humor perverso, al hacerme representar el papel de un hombre de acción, me había dado un lugar en la Revuelta árabe, tema épico absolutamente a punto para un ojo y una mano directos, ofreciéndome así una salida hacia la literatura...».) Las imágenes que Lawrence proyecta en lo real no son imágenes hinchadas que pecarían de falsa extensión, sino que valen por la intensidad pura, gramática o cómica, que el escritor sabe conferir al acontecimiento. Y la imagen que de sí mismo saca no es una imagen engañosa, porque no tiene por qué responder a una realidad preexistente. Se trata de fabricar lo real, no de responderle. Como dice Genet a propósito de este tipo de proyección, detrás de la imagen no hay nada, una «falta de ser», un vacío que da fe de un propio yo disuelto. Detrás de las imágenes no hay nada, salvo el espíritu que las contempla con una extraña frialdad, aunque sean sangrientas y desgarradas.Así, hay dos libros en Los siete pilares de la sabiduría, dos libros que seinsinúan uno dentro del otro: uno se refiere a las imágenes proyectadas en lo real y que viven su propia vida, el otro al espíritu que las contempla, entregado a sus propias abstracciones.

Es que resulta que el espíritu que contempla no está vacío, y que las abstracciones son los ojos del espíritu. La calma del espíritu está cruzada por pensamientos que la arañan. El espíritu es un Animal de ojos múltiples, siempre dispuesto a saltar sobre los cuerpos animales que distingue. Lawrence insiste sobre su pasión por lo abstracto, que comparte con los árabes: tanto uno como otros, Lawrence o los árabes, suelen interrumpir la acción para seguir una Idea con la que se topan. Soy el servidor de lo abstracto. Las ideas abstractas no son cosas muertas, son entidades que inspiran poderosos dinamismos espaciales, que se mezclan íntimamente en el desierto con las imágenes proyectadas, cosas, cuerpos o seres. Por este motivo, Los siete pilares son objeto de una doble lectura, de una doble teatralidad. Eso es la disposición especial de Lawrence, el don de hacer vivir apasionadamente las entidades en el desierto, junto a personas y cosas, al compás entrecortado del andar de los camellos. Tal vez ese don confiera a la lengua de Lawrence algo único y que suena como una lengua extranjera, menos a árabe que a un alemán fantasma que se inscribiría en su estilo confiriendo al inglés nuevos poderes (un inglés que no se hunde, decía Forster, granuloso, entrecortado, que cambia constantemente de régimen, lleno de abstracciones, de procesos estacionarios y de visiones fijadas). ( Vid. E. M. Forster, carta de mediados de febrero de 1924 ( Letters to T. E. Lawrence, Londres, Jonathan Cape). Forster observa que jamás se ha traducido el movimiento con tan poca movilidad, mediante una sucesión de posiciones inmóviles. 188.)

En todo caso, los árabes estaban encantados con los poderes de abstracción de Lawrence. Una noche de fiebre, su mente calenturienta le inspira un discurso medio demente que denuncia Omnipotencia e Infinito, que suplica a esas entidades para que nos golpe en más fuerte todavía para templar en nosotros las armas de su [167] propia ruina, que exalta la importancia de ser derrotado, y el No–hacer como nuestra única victoria, y el Fracaso como nuestra soberana libertad: «para el clarividente el fracaso era el único objetivo...». Lo más curioso es que los oyentes están suficientemente entusiasmados como para decidir de golpe unirse a la Revuelta. Vamos de las imágenes a las entidades. Así es pues, en última instancia, la disposición subjetiva de Lawrence: ese mundo de entidades que pasan por el desierto, que doblan las imágenes, que se mezclan con las imágenes y les confieren una dimensión visionaria. Lawrence dice que conoce íntimamente esas entidades, pero lo que se le escapa es su character. No confundamos el Carácter con un propio yo. En lo más profundo de la subjetividad, no hay propio yo, sino una composición singular, una idiosincrasia, una cifra secreta como la posibilidad única de que esas entidades hayan sido retenidas, queridas, de que esa combinación sea la que ha salido: ésa y no otra. Ésa es la que se llama Lawrence. Una tirada de dados, un Querer que tira los dados. El character es el Animal: espíritu, querer, deseo, deseo–desierto que reúne las entidades heterogéneas. (20 IX, 103: «Era muy consciente de los poderes y entidades envueltos en mí; era su combinación particular ( character) lo que permanecía oculto.» Y también sobre el Animal espiritual, querer o deseo. Orson Welles insistía sobre el empleo particular del vocablo character en inglés (vid. Bazin, Orson Welles, Cerf, págs. 178–180): en un sentido nietzscheano una voluntad de poder que aúna fuerzas diversas.189.)
 Así, el problema se convierte en: ¿cuáles son esas entidades subjetivas y cómo se combinan? Lawrence dedica a ello el grandioso capítulo 103. Entre las entidades, ninguna hay que aparezca con mayor insistencia que la Vergüenza y la Gloria, la 


Vergüenza y el Orgullo. Tal vez su relación permita descifrar el secreto del character. Jamás la vergüenza había sido objeto de un canto de ese calibre, y de un modo tan orgulloso y altanero. Cada entidad es múltiple, al tiempo que está relacionada con otras diversas entidades. La vergüenza es en primer lugar la vergüenza de traicionar a los árabes, puesto que Lawrence no les garantiza sin cesar las promesas inglesas que sabe perfectamente que no se van a cumplir. Incluso honesto, Lawrence seguiría experimentando la vergüenza de predicar la libertad nacional a los hombres de otra nación: una situación insostenible. Lawrence se vive constantemente a sí mismo como un estafador, «Y recuperé mi manto de fraude ». Pero ya siente una especie de orgullo compensatorio traicionando un poco a su propia raza y a su gobierno, puesto que forma a unos partisanos capaces, así lo espera, de forzar a los ingleses a cumplir su palabra (de ahí la importancia de la entrada en Damasco). Mezclado con la vergüenza, su orgullo es el de ver a los árabes tan nobles, tan guapos, tan encantadores (incluso cuando a su vez traicionan un poco), tan opuestos en todo a los soldados ingleses. (IX, 99. (Y vid. V, 57, donde Aúda resulta todavía más encantador debido a que está negociando.) Pues, siguiendo las exigencias de la guerrilla, instruye a guerreros, y no a soldados. A medida que los árabes van entrando en la Revuelta, se van conformando cada vez mejor a las imágenes proyectadas que los individualizan y los convierten en gigantes. «Nuestra estafa los glorificaba. Cuanto más nos condenábamos y más nos despreciábamos, más podíamos enorgullecemos cínicamente de ellos, nuestras criaturas. Nuestra voluntad los secretamente con los turcos, por «compasión»). impulsaba como si fueran paja, y no eran paja, sino los hombres más valientes, más sencillos, más alegres.» Para Lawrence, en tanto que es el primer teórico de la guerrilla, la oposición que domina es la de la incursión y la batalla, la de los partisanos y los ejércitos. El problema de la guerrilla se confunde con el del desierto: es un problema de individualidad o de subjetividad, aunque sea una subjetividad de grupo, en el que está en juego la suerte de la libertad, mientras que el problema de las guerras y de los ejércitos es la organización de una masa anónima sometida a unas reglas objetivas, que se proponen hacer del hombre un «tipo». (V, 59. Y X, 118: «la esencia del desierto es el individuo...».) Vergüenza de las batallas, que mancillan el desierto, y la única que Lawrence libra contra los turcos, por cansancio, resulta una carnicería innoble, inútil. Vergüenza de los ejércitos, cuyos miembros son peores que unos condenados, y que sólo atraen a las rameras. Bien es verdad que llega el momento en el que los grupos de partisanos deben formar un ejército, o por lo menos integrarse en un ejército, si quieren una victoria decisiva; pero desaparecen entonces como hombres libres y rebeldes. Casi la mitad de Los siete pilares nos hace presenciar el prolongado eclipse del período partisano, la sustitución de los camellos por los vehículos ametralladores y los Rolls, y la de los jefes de guerrilla por expertos y políticos. Incluso el confort y el éxito dan vergüenza. La vergüenza tiene muchos motivos contradictorios. Al final, al mismo tiempo que se eclipsa, repleto de su propia soledad, con dos carcajadas incontrolables, Lawrence puede decir como Kafka: «Es como si la vergüenza tuviera que sobrevivirle.» La vergüenza engrandece al hombre.

Hay muchas vergüenzas en una, pero, asimismo, hay otras vergüenzas. ¿Cómo es posible mandar sin vergüenza? Mandar es robar almas para enviarlas al sufrimiento. El jefe sólo se justifica por la multitud que cree en él, «fervientes esperanzas unidas de multitudes miopes», si asume el sufrimiento y se sacrifica él también. Pero incluso en este sacrificio de redención la vergüenza sobrevive; pues significa ocupar el lugar de los demás. El redentor se alegra en el seno de su sacrificio, pero «hiere a sus hermanos en su virilidad»: no ha inmolado suficientemente su propio yo, el que impide a los demás tomar por sí mismos el papel de redentor. Por eso «los discípulos viriles tienen vergüenza», y es como si Cristo hubiera privado a los ladrones de la gloria que podría haberles correspondido. Vergüenza del redentor porque «rebaja al redimido».Así es ese tipo de pensamientos que con sus garras desgarran el cerebro de Lawrence, y convierten Los siete pilares en un libro casi demente.  Entonces, ¿hay que optar por la servidumbre? ¿Pero hay algo más vergonzoso que estar sometido a seres inferiores? La vergüenza se duplica cuando el hombre, no sólo en unas funciones biológicas, sino en sus proyectos más humanos, depende de los animales. Lawrence evita montar a caballo cuando no resulta imprescindible, y prefiere caminar descalzo por encima del coral afilado, no sólo para curtirse, sino porque tiene vergüenza de depender de una forma de existencia inferior cuya semejanza con nosotros es suficiente para recordarnos lo que nosotros somos ante Dios. A pesar del retrato admirativo o socarrón que esboza de varios camellos, su odio estalla cuando la fiebre lo deja a merced de su pestilencia y abyección. Y se dan en los ejércitos unas servidumbres tales que dependemos de hombres que nos son tan inferiores como los animales. Una servidumbre impuesta y vergonzosa, ése es el problema de los ejércitos. Y si es verdad que Los siete pilares plantean la cuestión: ¿cómo vivir y sobrevivir en el desierto, como libre subjetividad?, el otro libro de Lawrence, La matriz, pregunta: ¿cómo «volver a ser un hombre como los demás encadenándome a mis semejantes»? ¿Cómo vivir y sobrevivir en un ejército, como «tipo» anónimo objetivamente determinado en sus mínimos detalles? Los dos libros de Lawrence son un poco la exploración de dos vías, como en el poema de Parménides. Cuando Lawrence se hunde en el anonimato y se alista como simple soldado, pasa de una vía a la otra. La matriz en este sentido es el canto de la vergüenza, como Los siete pilares es el de la gloria. Pero de igual modo que la gloria ya está llena de vergüenza, la vergüenza tal vez tenga una salida gloriosa. La gloria está tan comprimida en la vergüenza que la servidumbre se vuelve gloriosa, a condición de que sea voluntaria. Siempre hay alguna gloria que sacar de la vergüenza, una «glorificación de la cruz de la humanidad ». Es una servidumbre voluntaria lo que Lawrence reclama para sí, en una especie de contrato masoquista y orgulloso que anhela con todas sus ansias: un sometimiento, y no un avasallamiento. (192 Vid. IX, 103: Lawrence se queja de no haber encontrado maestro capaz de someterle, ni siquiera Allenby. La  servidumbre voluntaria es lo que define un grupo–sujeto en el desierto,) por ejemplo la escolta personal del propio Lawrence. Asimismo ella es la que transmuta la abyecta dependencia del ejército en una servidumbre espléndida y libre: así la lección de La matriz, cuando Lawrence pasa de la vergüenza del Depósito a la gloria de la escuela de los alumnos–oficiales. Las dos vías de Lawrence, los dos planteamientos tan diferentes, se unen en la servidumbre voluntaria. Tercer aspecto de la vergüenza, que es sin duda el esencial, la vergüenza del cuerpo. Lawrence admira a los árabes porque desprecian el cuerpo, y, a lo largo de toda su historia, «se lanzan en oleadas sucesivas contra las orillas de la carne». Pero la vergüenza es algo más que el desprecio: Lawrence esgrime su diferencia con los árabes. Posee la vergüenza porque piensa que el espíritu, por muy diferenciado que sea, es inseparable del cuerpo, está irremediablemente cosido a él. (195 VII, 83: «La concepción del espíritu y de la materia antitéticos que fundamentaba el abandono del yo árabe no me ayudaba en absoluto. Yo alcanzaba el abandono por la senda exactamente contraria...»)
 Y el cuerpo en este sentido no es siquiera un medio o un vehículo del espíritu, sino más bien un «lodo molecular» que se adhiere a la acción espiritual. Cuando actuamos, el cuerpo se permite que lo olvidemos. Al contrario, cuando está reducido al estado de lodo, se tiene la curiosa sensación de que por fin consigue hacerse ver y alcanza su objetivo último. La matriz se inicia con esta vergüenza del cuerpo con sus señales de infamia. En dos famosos episodios, Lawrence va hasta el fin 193 VII, 83: «Esos muchachos disfrutaban con la subordinación, con lo que maltrataba el cuerpo, con el fin de dar mayor relieve a su libertad en la igualdad espiritual... Experimentaban un goce rebajándose, una libertad otorgando a su amo el uso total y en grado sumo de su carne y de su sangre, porque su espíritu era igual al de él, y porque el contrato era voluntario...» La servidumbre obligada es, por el contrario, una degradación del espíritu. del horror: su propio cuerpo torturado y violado por los soldados del Bey, los cuerpos de los turcos agonizantes que alzan ligeramente la mano para indicar que todavía están vivos. La ocurrencia de que el horror pese a todo tiene un fin procede de que el lodo molecular es el último estado del cuerpo, y que el espíritu lo contempla con una cierta atracción, porque halla en él la seguridad de un último nivel que no cabe superar.(198 IX, 103: «Yo buscaba mis placeres y aventuras hacia abajo. Me parecía que existía una certidumbre en la degradación, una seguridad definitiva. El hombre puede elevarse hasta cualquier altura, pero hay un nivel animal por debajo del cual no puede caer.») El espíritu se inclina sobre el cuerpo: la vergüenza no significaría nada sin esta inclinación, esta atracción hacia lo abyecto, este voyeurismo del espíritu. Lo que implica que el espíritu se avergüenza del cuerpo de una manera muy especial: de hecho, siente vergüenza por el cuerpo. Es como si dijera al cuerpo: me avergüenzas, deberías avergonzarte... «Una debilidad física que hacía que reptara a lo lejos y se ocultara mi yo animal, hasta que la vergüenza hubiera pasado». Tener vergüenza por el cuerpo implica una concepción del cuerpo muy particular. Según esta concepción, el cuerpo tiene unas reacciones exteriores autónomas. El cuerpo es un animal. Lo que el cuerpo hace, lo hace solo. Lawrence hace suya la sentencia de Spinoza: ¡nadie sabe de lo que es capaz un cuerpo! En plena sesión de tortura, una erección; incluso en el estado de lodo, el cuerpo está lleno de sobresaltos, como esos reflejos que sacuden aún a la rana muerta, o ese saludo de los moribundos, ese intento de levantar la mano que hace que se estremezcan al unísono los agonizantes turcos, como si hubieran ensayado el mismo ademán teatral, y que provoca la carcajada incontrolable de Lawrence. A mayor abundamiento, en su estado normal, el cuerpo actúa incesantemente y reacciona antes de que el espíritu se conmueva.

Recuérdese la teoría de las emociones de William James, tan a menudo sometida a absurdas refutaciones. James propone un orden paradójico: 1 — percibo un león, 2 — mi cuerpo tiembla, 3 — tengo miedo; 1 — la percepción de una situación, 2 — las modificaciones del cuerpo, reforzamiento o debilitamiento, 3 — la emoción de la conciencia o del espíritu. Tal vez se equivoque James confundiendo este orden con una causalidad, y creyendo que la emoción del espíritu no es más que la resultante o el efecto de modificaciones corporales. Pero el orden es correcto: estoy en una situación agotadora; mi cuerpo «repta y se oculta»; mi espíritu se avergüenza. El espíritu empieza por mirar fría y curiosamente lo que hace el cuerpo, es en primer lugar un testigo, después se conmueve, testigo apasionado, es decir experimenta por su cuenta unos afectos que no son meramente efectos del cuerpo, sino verdaderas entidades críticas que dominan el cuerpo desde arriba y lo juzgan.- Las entidades espirituales, las ideas abstractas, no son lo que se suele creer: son emociones, afectos. Son innombrables, y no consisten sólo en la vergüenza, pese a que ésta sea una de las principales. Hay casos en los que el cuerpo da vergüenza al espíritu, pero asimismo los hay en los que el cuerpo le hace reír, o bien le hechiza, como el de los 200 Vid. James, Predi de psychologie, Riviére, pág. 499. -201- Así pues, hay por lo menos tres «partes», como dice Lawrence, VI, 81: una que avanza con el cuerpo o la carne; otra «que planea por encima y a la derecha, y se inclina con curiosidad...»; y «una tercera parte, locuaz, que habla y se interroga, crítica con la tarea que el cuerpo se impone...».196 árabes jóvenes y hermosos («con sus caracolillos semejantes a largos y curvos cuernos pegados a las sienes que hacían que parecieran bailarines rusos»).Siempre es el espíritu el que se avergüenza, cede, u obtiene placer, o gloria, mientras el cuerpo «continúa obstinadamente atareado». Las entidades críticas afectivas no se anulan, pero pueden coexistir y se mezclan, componiendo el character del espíritu, constituyendo no un propio yo, sino un centro de gravedad que se desplaza de una a otra siguiendo los filamentos secretos de ese teatro de marionetas. Tal vez la gloria sea eso, ese querer oculto que hace que se comuniquen las entidades, y que las saca en el momento favorable. Las entidades se alzan y se agitan dentro del espíritu cuando éste contempla el cuerpo. Son los actos de la subjetividad. No son sólo los ojos del espíritu, sino sus Potencias, y sus Palabras. Lo que suena, lo que se oye en el estilo de Lawrence, es el choque de las entidades. Pero, porque no tienen más objeto que el cuerpo, suscitan en el límite del lenguaje la aparición de grandes Imágenes visuales y sonoras que horadan los cuerpos, inanimados o animados, para humillarlos y magnificarlos a la vez, como el inicio de Los siete pilares: «y, por la noche, estábamos mancillados por el rocío, devueltos a la vergüenza de nuestra pequeñez por el silencio innombrable de las estrellas». Es como si las entidades habitaran un desierto íntimo que se aplica al desierto exterior, y que proyecta en él imágenes fabulosas a través de los cuerpos, hombres, animales y piedras. Entidades e Imágenes, Abstracciones y Visiones se combinan para convertir a Lawrence en otro William Blake.

Lawrence no miente, e, incluso en el placer, le embargan todas las vergüenzas en relación con los árabes: vergüenza por disfrazarse, por compartir su miseria, por mandarles, por engañarlos... Tiene vergüenza de los árabes, por los árabes, frente a los árabes. Sin embargo la vergüenza Lawrence la lleva dentro de sí mismo, desde siempre, desde la cuna, como una componente profunda de Carácter. Y hete aquí que, respecto a esta vergüenza profunda, los árabes empiezan a representar el glorioso papel de una expiación, de una purificación voluntaria; el propio Lawrence les ayuda a transformar sus miserables empresas en una guerra de resistencia y de liberación, aunque ésta esté abocada al fracaso debido a la traición (el fracaso a su vez reitera el esplendor o la pureza). Los ingleses, los turcos, el mundo entero los desprecia; pero es como si esos árabes, insolentes y burlones, saltaran fuera de la vergüenza y captaran el reflejo de la Visión, de la Belleza. Aportan al mundo una libertad extraña, en la que la gloria y la vergüenza entran en un cuerpo a cuerpo casi espiritual. En este ámbito es donde Jean Genet y Lawrence comparten tantos rasgos comunes: la imposibilidad de confundirse con la causa árabe (palestina), la vergüenza de no poderlo hacer, y la vergüenza más profunda procedente de otra parte, consustancial al ser, y la revelación de una belleza insolente que pone de manifiesto, como dice Genet, hasta qué punto «el estallido fuera de la vergüenza resultaba fácil», por lo menos un instante...(Vid. Alain Milianti, «El hijo de la vergüenza: sobre el compromiso político de Genet», Revue d’études palestiniennes, n.° 42, 1992: en este texto, cada una de las palabras válidas para Genet estaría asimismo igual de acertada aplicada a Lawrence.)

No hay comentarios.: